Mis ganas de volver a viajar son tantas que, como al perro del experimento de Pavlov, las glándulas salivales se me activan ante el pasaporte. Tantas, también, las ganas de vacuna, que me ocurre lo mismo cada vez que veo una jeringuilla. Es más, la mera visión de un brazo desnudo (la manga levantada hasta la curva del hombro, la aguja entrando en la carne blanca, el carmín de la mínima sangre liberada por el pinchazo), llega a ocasionarme, tal que ahí, en el bajo vientre, un cosquilleo del mismo calibre o superior al que hasta ahora me brindaban otras visiones más complejas, reprobadas por el sexto mandamiento. Ante la vacuna, se me abre el apetito. Se me abren todos los apetitos. Se me desboca, ingobernable, el deseo. Pero, a imagen de San Antonio, me obligo a controlarlo. Resisto valiente, creyente, abstinente. Y espero, impaciente.
Pasaporte inmunitario
El ansiado viaje
Me desespera la lentitud en la vacunación. Y el retraso ocasionado por el parón a causa de la AstraZeneca
Una vacuna contra el covid.
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