Editorial

Diez años de la Primavera Árabe

Pese a los contados éxitos de los levantamientos iniciados en 2010, las sociedades árabes han dejado atrás cualquier pasividad o conformismo

Una mujer hace el signo de la victoria delante de miles de personas que participan en la marcha del millón en la plaza Tahrir de El Cairo, Egipto, el 1 de febrero del 2011. / EFE / ANDRE LIOHN

Al cumplirse 10 años de la movilización en Túnez contra la dictadura de Zine el Abidine ben Alí, que dio pie a los levantamientos populares conocidos como Primavera Árabe, lo menos que puede decirse es que demasiados factores operaron en contra de la reforma y democratización de varios países para que hoy se hable a menudo del invierno árabe. Salvo la trabajosa construcción de un sistema de libertades en Túnez y los cambios más o menos reseñables en lugares como Marruecos y Jordania, la situación ha empeorado en lugares tan distantes y distintos como Libia, Siria y Yemen, condenados a la guerra; la dictadura militar egipcia es más fuerte que nunca y la teocracia saudí, al margen de reformas cosméticas, impone en la Liga Árabe su voluntad, incluido el abandono a su suerte de los palestinos. 

Si es cierto que las diferentes primaveras acabaron con la sensación de pasividad y conformismo que transmitían las sociedades árabes, no lo es menos que los promotores del cambio en cada país se sintieron abandonados o incomprendidos por los países europeos, temerosos de que por la rendija del cambio se colara el islamismo radical y eso afectara a su seguridad. En igual o parecida medida, Estados Unidos mantuvo una actitud expectante, preocupada la Casa Blanca por la posibilidad de que la protesta social cambiara el ecosistema político árabe de forma radical y ello amenazara a Israel. Por no hablar del miedo generalizado a que la movilización afectara a la estabilidad de los precios del petróleo y a la fluidez del suministro.

Al mismo tiempo, es indudable que el legado de las primaveras se ha convertido en una referencia para cuantos en el mundo árabe aspiran a que más temprano que tarde sea posible un cambio democratizador viable y duradero. Entre 2010 y el golpe de Estado en Egipto que en julio de 2013 liquidó el Gobierno de los Hermanos Musulmanes, legitimado por las urnas, se subrayó con frecuencia el hecho cierto de que la calle árabe había perdido el miedo y que, a pesar de las dificultades, se había instalado en el ánimo de los movimientos sociales la convicción de que era posible poner en marcha transiciones políticas para la consolidación de estados de derecho. Y aunque aquella creencia inicial no se concretó, nada es como antes de la Primavera Árabe porque puso en evidencia la vulnerabilidad de gobernantes que parecían inamovibles.

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Ni siquiera el programa para Oriente Próximo puesto en marcha por Donald Trump para acolchar las relaciones de Israel con la vecindad árabe ni las maniobras de blanqueo de algunos autócratas -la última, la condecoración impuesta en París por Emmanuel Macron al presidente de Egipto, Abdelfatá al Sisi- deben inducir al error de creer que la comunidad árabe se ha sumergido en un invierno sin fin. Acaso en el bienio 2010-2011 Occidente no estaba preparado para aceptar la profundidad del cambio en ciernes, pero transcurrida una década y vista la magnitud de los desafíos que debe afrontar -el islamista, los flujos migratorios incontrolados, el comportamiento imprevisible de Turquía-, es ineludible que más temprano que tarde revise el libro de ruta. Porque más allá de la fachada de algunos países, las sociedades árabes están bastante lejos de ser un oasis de estabilidad.