La radio, encendida en la cocina, cuenta que la Audiencia Nacional acaba de condenar a ocho años de prisión al expresidente de Pescanova, Manuel Fernández de Sousa-Faro, tras finalizar el juicio por fraude contable, después de que el empresario hubiera urdido el típico entramado societario para ocultar pérdidas, taponadas durante años con créditos y más créditos, hasta que en 2013 el mar entró en tromba por el boquete abierto en el casco del buque. Aparte de sacos de facturas falsas, de las consabidas cuentas desviadas a Andorra, la sentencia subraya también la responsabilidad de la auditora BDO por haber hecho la vista gorda, dicho en plata. Una noticia de envergadura por partida doble -la de Pescanova es la mayor quiebra no inmobiliaria acaecida en España- que, sin embargo, ha pasado medio en sordina, devorada por la pandemia y por la política chabacana de siempre, de palo de gallinero, corta y llena de guano.
Quiebras empresariales
Pescanova y Duralex
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