Torra ha sido inhabilitado por colgar una pancarta que no quiso descolgar hasta que el gesto ya se incluía en el supuesto del delito de desobediencia. Y lo hizo con conocimiento de causa y con reiteración explícita y simbólica del acto. La terminó descolgando -y, pues, no era una cuestión de principios irrenunciable-, pero lo hizo cuando la cuestión ya discurría por un terreno de confrontación que ahora, inevitablemente, ha estallado. La sola proliferación de adjetivos mayúsculos que exhibe el Supremo ya indica una voluntad de cebarse en ámbitos extrajurídicos, más cerca de la militancia política (ampliamente expresada por la judicatura) que de la ecuanimidad, pero también hay que hablar de la inconsistencia que después se ha vestido con un imaginario de lucha por los derechos civiles.
Inhabilitar a un 'president' de la Generalitat es un acto gravísimo, insólito, desproporcionado, de unas consecuencias imprevisibles. La inmolación de Torra, que lo es, responde a una pulsión personal y a un cálculo político en el que no es la montaña que pare ratones sino que son estos los que intentan desmenuzarla a base de mordeduras minúsculas. Y simbólicas, eso también.