Un grande de la literatura

Generosidad sin ínfulas

Juan Marsé era un hombre sin pose, sin ínfulas, que adoraba lo que hacía, que no tenía ningún reparo en ser sincero y que derrochaba una generosidad inaudita

Juan Marsé, en una imagen del 2017.

Estuve varias veces en casa de Juan Marsé. La primera vez fue para entrevistarle. Recuerdo que estaba nerviosa y que su aspecto no ayudaba. Era un hombre serio, que no parecía tener ganas de contestar a mis preguntas —no me extraña: mis preguntas eran patéticas— pero que debía de haber accedido porque la entrevista iba a publicarse a toda página en un semanario prestigioso. Acababa de cumplir 60 años y yo intenté que la conversación discurriera por atajos metafísicos, pero él los evitó todo el tiempo. Le pregunté por la inspiración y me habló de trabajo, de horarios, de constancia y paciencia. Me dijo varias veces que no quería ser ni parecer pedante. Habló de cine y de amigos. Y, como había muchas páginas que llenar y yo era entonces más torpe que ahora, acabé preguntándole si cantaba en la ducha y si era buen cocinero. Juan Marsé, uno de los mejores escritores de su tiempo, me confesó que no sabía cantar y que le salía muy rica la escalibada. Cuando salí de su casa me temblaban las piernas.

Hubo otra vez muy distinta. Yo era muy joven —poco más de 20— y soñaba con ser escritora. Acababa de terminar un libro de cuentos. Le pedí, con gran desfachatez, que lo leyera. Para mi asombro, accedió. De modo que la escena es esta: Juan Marsé ante su escritorio. Yo al otro lado, escuchando los comentarios que ha escrito al margen de todos y cada uno de mis cuentos, y que lee sin prisas. Pasado el tiempo me he preguntado muchas veces si realmente aquello sucedió, y cada vez entiendo menos cómo Juan Marsé, uno de los mejores escritores de su tiempo, dedicó ni cinco minutos a valorar los garabatos de la jovencita pesada que yo era. Y cuanto más lo pienso más llego a la conclusión de que ese gesto le define muy bien: un hombre sin pose, sin ínfulas, que adoraba lo que hacía, que no tenía ningún reparo en ser sincero y que derrochaba una generosidad inaudita.

Mis cuentos, por cierto, le parecieron horrorosos —lo eran— y al decírmelo me dio una lección que no he olvidado: hay que escuchar a los grandes.

           

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