Caen viejos ídolos como troncos de un bosque talado. En Bristol, la estatua dedicada a Edward Colston, tratante de esclavos en el siglo XVII y prohombre de la ciudad inglesa, fue arrojada al estuario desde la dársena del puerto; al agua, patos. Una talla tras otra, por doquier, apeadas de sus pedestales por el movimiento Black Lives Matter (“las vidas de los negros importan”, en inglés) desde la muerte del afroamericano George Floyd en Minneápolis, el 25 de mayo, con la rodilla de un policía blanco en el cuello, obstruyéndole la entrada de aire. En Amberes, ha dado con sus narices de bronce en el suelo Leopoldo II, quien en el reparto colonial hizo del Congo Belga un coto privado para su enriquecimiento (asombra que todavía dispusiera de un monumento el instigador del mayor crimen europeo en África). Como fichas de dominó, en Estados Unidos han sido derribadas de sus peanas esculturas de generales confederados y de otros personajes con claroscuros en la biografía, como fray Junípero Serra, franciscano mallorquín, creador de nueve misiones en la Alta California; o los padres fundadores Thomas Jefferson y George Washington, quien poseyó una hermosa plantación de tabaco, cultivada por esclavos negros, en Mount Vernon, a orillas del río Potomac.
Revisionismo histórico
Estatuas derribadas
Derribadas las estatuas, se plantea ahora un interesante debate sobre su destino. ¿Deben ser restauradas?
Estatua de Lenin bajo el mar /
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