Tendemos al fatalismo. A ese sentimiento trágico de la vida. El confinamiento agudiza el pesimismo vital. El exterior ha sido, durante semanas, un lugar tan prohibido como inhóspito. Desde la ventana vemos más transgresiones de las que realmente se producen. Nos sale ese policía del balcón cargado de mal humor y de rabia incontenida. La respuesta a esta pandemia ha tenido el patrón chino desde el principio hasta el final. Para lo bueno y para lo malo. Seguramente, en Occidente hubiéramos descartado el confinamiento porque nos parecía imposible, no plausible que dirían los sociólogos. Este panorama, más la suma de más de 40 días de estado de alarma, acentúan el pesimismo innato. O la pulsión de acusar al vecino. La desescalada ha puesto en evidencia que, en materia de agravios, los localismos y los regionalismos van a la zaga de los nacionalismos. Al menos, para los políticos que se han tomado el tema como si de un Barça-Madrid se tratara.
La clave
No estamos tan mal
A pesar del fatalismo, los datos evidencian que se cumplen las nuevas normas
Numerosos ciudadanos pasean por la calle de Menéndez Pelayo de Madrid, el domingo 10 de abril. /
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