Peccata minuta

Deberes y derechos

Unos gendarmes se dirigen a una mujer que pasea a su perro protegida con una máscara en la parisina plaza de la Concordia. / THOMAS SAMSON (AFP)

Lo que nos está ocurriendo es tan insólito que quienes más saben del asunto no acaban de saber nada: vacilan ante el bacilo. Y nosotros/as, la gente a granel, aún más. En la última década nos hemos ido doctorando colectivamente cum laude en 'cracks' económicos, hipotecas 'sub prime', procesos secesionistas, tribunales supremos, y ahora… en epidemiología exprés. Los padres y las madres de todas las patrias comparecen diariamente para contarnos -desde una mueca circunspecta que aspira a sonrisa tranquilizadora y siempre con los mismos juegos de palabras, pero con distintas cifras, que van a más- que todo irá bien. Los gobiernos aplauden a la ciudadanía, y esta no acaba de saber si ellos lo están haciendo bien, psé psé o mal: si nos protegen o protegen sus futuros y descontaminados votos, sabedores de que esto es solo el No-Do de una película nunca vista. Deben estar hechos/as caldo -nadie les envidia- y la misma  oposición pone en duda si ella lo hubiera hecho mejor. Una vez visto, todo el mundo es listo: el rey sigue desnudo.

Aplaudimos cada día, a las ocho en punto de la tarde, aún con luz primaveral, a héroes y heroínas de bata blanca, el colectivo que más está sufriendo la pandemia por más profesionalidad y entrega que medios. ¿Imaginan a los bomberos yendo a apagar un incendio sin agua y en calzoncillos? Insisten -y hacen bien- en confinamientos extremos, mascarillas, guantes -¿dónde adquirirlas/los?-, jabón alcohólico, dos metros de distancia y multas, muchas multas.

A lo largo del estado de alarma hemos ido recibiendo pequeñas pero alarmantes  noticias, como que un vecino de Carballo (A Coruña) fue condenado a pagar 480 euros por fumarse un pitillo en la calle; que la policía local de Punta Umbría (Huelva) multó con 600 del ala a dos vecinos por haber ido al supermercado a comprar solo cerveza; o, como viví en vivo (sic) y en directo, cómo una pareja de polis reprendía enérgicamente a una joven con un carrito  de bebé, hasta que ella replicó: "Soy madre soltera, no tengo con  quien dejar a mi hija y la nevera está vacía". No la multaron. También recibí los insultos de una elegante señora, desde su balcón, por pasear al perro sin mascarilla; no él, yo.

Desde el 10 de diciembre de 1948,  el mundo se dotó de un listado de derechos humanos de aplicación universal. Deberes, todos,  pero que la terrible situación no anime a la ciudadanía, a la autoridad ni a sus agentes a un muy viral y contagioso exceso de celo. Viktor Orbán está más feliz que una perdiz.

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