Reconozco que, cuando veo una película o una obra de teatro, o cuando leo un libro, me cuesta mucho estar pendiente de lo que me explican si detecto una pifia histórica o un error de coherencia. No es que me cueste mucho, es que me voy. Pienso entonces en lo que formuló un poeta del siglo XIX, Samuel Coleridge: "La voluntaria suspensión de la incredulidad construye la fe poética". Es una de las bases de la narrativa, la capacidad que tenemos (y que queremos llevar a la práctica, conscientemente) de sumergirnos en el relato más allá de las dudas de verosimilitud que funcionan como una muralla contra la verdad de las mentiras , es decir, de la ficción. Si no ponemos en marcha este mecanismo, no hay literatura.
Me ha pasado viendo 'El irlandés', el filme de Scorsese. De Niro, Pesci y Al Pacino son ancianos que parecen jóvenes gracias a los efectos especiales. Pero resulta que no lo son. Cuando la técnica los rejuvenece, son rostros hinchados y caminan con la parsimonia de los años. Podemos simular que seremos viejos, pero no podemos reproducir la ligereza de la juventud, por muchas trampas de laboratorio ('de-aging', lo llaman) que hagamos. No me los creí y hui de la película.