Dos miradas

Niños y semáforos

Ya no tengo niños a los que educar, pero sigo de pasmarote ante un semáforo rojo en una calle que se puede cruzar con poco más de una zancada

Semáforos en la avenida Diagonal de Barcelona. / DANNY CAMINAL

La compañera Olga Pereda escribía las sensaciones que experimentaba cuando trataba de educar a sus hijos en el momento de cruzar un semáforo. Y la rabia que sentía cuando, a su lado, alegremente, alguien cruzaba en rojo ante los pequeños, que no sabían a ciencia cierta (una de las primeras contradicciones de la vida) si hacer caso a su madre o aquellos individuos que, alegremente, cruzaban en rojo.

Ayer, mi hija, a quien he martirizado a lo largo de casi 20 años con el mismo sonsonete, me escribía: "mira, el papi en un tuit". Era el mensaje de otro padre que "espera como un tonto que el semáforo se ponga verde cuando no hay ningún coche a cien kilómetros". Y más: otro mensaje de alguien que, sin ser padre, también espera "porque no quiere tirar por tierra la labor educacional". Todos, unos tontos.

Todavía lo hago. Ya no tengo niños a los que educar, pero sigo de pasmarote ante un semáforo rojo en una calle que se puede cruzar con poco más de una zancada. Si veo que hay niños cerca (y 'cerca' es un adverbio que se puede ensanchar mucho), espero. Es un gesto inútil. Mis hijos (ahora mayores) se ríen. Pero creo que esto salva a la humanidad. Bueno, tal vez exagero. Me salva a mí.