Una niebla helada desciende sobre el domingo electoral. La bruma viene desde muy lejos en el tiempo y va mucho más allá en el espacio. Se extiende por todo Occidente. Es la reverberación tóxica de una edad torturada. Un instinto pretérito e inmortal.
El ocaso del imperio y la decadencia industrial espesan la niebla. El miedo a una globalización abstrusa empuja a la masa vulnerable y acrítica hacia las fauces de la bestia. La bruma es ya una cortina viscosa: la depauperación de las clases populares, la avería del ascensor social, la disputa entre nacionales pobres e inmigrantes pobres por unos servicios públicos menguantes…, y en la acera de enfrente, el enriquecimiento apoteósico de las élites extractivas, en expresión de los economistas Acemoglu y Robinson.
La inteligencia halla razones para el pesimismo, con permiso de Gramsci. La niebla cae sobre un país fatigado, cabreado, capaz de... Cuatro elecciones generales en cuatro años, la última de ellas evitable si la izquierda hubiera antepuesto su compromiso electoral a la ludopatía. El desafío independentista incendia las calles de Barcelona.
Sueños húmedos
Los hados demoscópicos son adversos en España. La amenaza de la extrema derecha y el probable estancamiento de los bloques coagulan la bruma. Parece ya engrudo. Catalunya es presa de una parálisis institucional aun más prolongada y aguda. El despertar del nacionalismo a la violencia suscita condescendencia institucional. La triple derecha inspira sueños húmedos en Waterloo al pedir la ilegalización del independentismo. Puigdemont es él y su circunstancia: cuanto peor mejor.
El exdiputado Campuzano, un independentista sereno depurado por Puigdemont, también echa mano de Gramsci. Apela al optimismo de la voluntad en busca de unidad entre catalanes. El amplio consenso social en torno al catalanismo fue dinamitado por el secesionismo unilateral. Este no solo violó las leyes, también un pacto comunal no escrito. Nadie ha hecho autocrítica. Sin ella, la reconstrucción de la unidad es solo un ensueño brumoso.