No es nuevo. Es algo de lo que tenemos certeza todo el año, pero que encuentra picos en la gráfica vital de la descendencia, ya incluso desde antes del nacimiento. Y uno se ajusta como más o menos puede, y va medio trampeando entre navidades, cumpleaños, campamentos de verano... Lo peor llega en septiembre, cuando ahí no hay escapatoria. Las listas de libros, material escolar y deportivo, matrículas varias, descubrir lo que ha crecido durante el verano el retoño al rescatar el uniforme del curso anterior o la ropa de entretiempo. ¡La verdadera cuesta no es la de enero, sino la de septiembre!
Es la época en que a los que no tenemos hijos nos cae el mismo sermón: ¡qué bien vivís sin hijos! Ya. Es como el consejo de los casados a los solteros: “¡Qué bien estás así! ¡No hagas como yo!”. Lo que nadie se toma es la molestia en preguntar si la cuestión de tener o no tener hijos fue una elección o es una consecuencia social. En un momento en el que en las grandes ciudades la mayoría de los 'singles' tienen que compartir piso porque apenas llegan a fin de mes y muchísimo menos a tener un piso propio, incorporar un pequeño ser en esta formulación unipersonal es comparable a los precios de los viajes en solitario: conllevan el suplemento por uso individual. Vamos, si es difícil en pareja, casi imposible en solitario.
Lo más natural del proceso vital, nacer, crecer, reproducirse y morir, encuentra hoy en día grandes trabas: imposible sin dinero. Morir es caro, crecer (alimentarse) también, la cuestión de la reproducción y el nacimiento prácticamente inviable. Hay un tercio menos de nacimientos que hace 10 años. La esperanza es lo último que se pierde, sí. Con un aumento del 50% de congelación de óvulos en los últimos años en España es bastante fácil discernir si la cuestión radica en el deseo de maternidad y paternidad o las circunstancias sociales y laborales que no garantizan poder procrear sin pasarlas canutas y arriesgarse a quedarse sin empleo (en muchos casos precario).