Cuando recibió el premio honorífico de la UEFA, Eric Cantona pronunció un discurso atípico, un breve parlamento que nunca nadie había escuchado en aquella feria de las vanidades. Las caras de los presentadores, del presidente y de los principales invitados, incrédulos y estupefactos, no podían ocultar la sorpresa, porque lo que es habitual, en estos casos, es agradecer el honor, cantar una glosa del fútbol y marchar con el trofeo hacia casa. Cantona, no. Citó a Gloucester, el noble ciego, amigo del rey Lear, también traicionado por los más cercanos, víctima de los odios y los rencores. Sabio, en la madurez de quien no cree en el futuro. Dijo que somos, para los dioses, lo mismo que son las moscas para los más pequeños. Juegan con nosotros y nos matan por diversión. Seremos inmortales, porque la ciencia se acercará a los límites, pero nos destrozaremos, porque somos humanos. Sin límites. Este es el juego.
Fue un mensaje profético, porque describía y denunciaba el presente. Días después, inauguró en Argelès un estadio que lleva su nombre. Rememoró el pasado (los abuelos, sometidos a la ignominia del campo de refugiados) y la necesidad de no olvidarlo, de retenerlo para ser más fuertes. Una semana, dos lecciones.