Cuando, en las elecciones de diciembre en Andalucía, los resultados propiciaron la posibilidad de un Gobierno del PP con el apoyo necesario de Ciudadanos y Vox, enseguida se encendieron las alarmas antifascistas. Por lo menos, unas cuantas. Nunca se había dado una circunstancia similar y nunca había pasado que un partido con un programa y un ideario definitivamente ultra se convirtiera en una muleta útil e imprescindible. Hubo quienes clamaron al cielo porque tal cosa no se podía admitir y recordaban que, en casos similares, la derecha conservadora (y sobre todo la liberal y la izquierda institucional) había hecho prevalecer los valores democráticos por encima del interés partidista. El caso emblemático fue la renuncia a la particularidad ideológica (aquellas narices progresistas tapadas con una pinza, en la famosa segunda vuelta francesa del 2002 entre Chirac y Le Pen) en pro de la virtud republicana.
En Andalucía, no. Se admitía el colaboracionismo, en suma, con muy tenues discrepancias. Lo que pasa ahora en Madrid, en el ayuntamiento y en la comunidad, es que ese antecedente se naturaliza sin barreras. Es decir, la extrema derecha ya forma parte del medio natural, se ha aclimatado, sin aspavientos. Ciudadanos abandona definitivamente la careta liberal y el PP celebra la victoria porque sabe que Vox forma parte del mismo ecosistema. Solo ha hecho falta un semestre para alcanzar esta cima de la indignidad política.