Dos miradas

El dolor

El peso del aire de Mauthausen impide cualquier tipo de frivolidad, y en el terreno de la frivolidad entran los exabruptos

Dolores Delgaado en Mauthausen, este domingo. / EFE / ANTONI SÁNCHEZ

Estar en Mauthausen es una experiencia sobrecogedora. La presencia de la muerte, de la ignominia, del odio y el terror es tan dura que, ante aquel ejercicio lúgubre del mal sin concesiones solo es aceptable el silencio, la reflexión, la oración o el llanto. Y, después, en el recinto sagrado de la memoria, conjurarse para luchar siempre, en cualquier momento, contra el olvido y contra la reanimación de aquel espíritu maligno. Mauthausen es eso. No se puede admitir la banalización, y no por una cuestión de simple educación cívica, sino porque la losa del recuerdo de lo que sucedió allí dentro - desde el patio a las escaleras, aquellos perturbadores 186 escalones; desde las mazmorras a los hornos y la cámara de gas - está presente en la atmósfera de una manera imperceptible pero constante, permanente. El peso del aire de Mauthausen impide cualquier tipo de frivolidad, y en el terreno de la frivolidad entran los exabruptos.

Cuando la ministra de Justicia ofreció un ramo de flores bajo la lápida que evoca a los "hijos caídos" de España levantó los dos dedos índice, en señal de advertencia, regañando, y dijo: “Y esto es por todos, ¿eh? Por todos los españoles”. Como si otras lápidas fueran excluyentes. Quizá lo son las de algunos ayuntamientos o países, preocupados por los suyos. No la que inauguró Raül Romeva hoy hace dos años. "En memoria de las personas deportadas a los campos nazis". Las personas. Sin distinción. Todas.