Reseguíamos ayer los pasos de Emmanuel Carrère, cuando recordaba el pasaje del Evangelio sobre el lavatorio de pies. Recalcaba que Pedro, que está en las antípodas de los radicales Job y Jonás, no entiende la decisión de Jesús. "Ahora no entiendes lo que estoy haciendo; lo comprenderás más tarde ", dice Jesús. Pedro se empeña: "¡No me lavarás los pies jamás!" Y Jesús, entonces, es tajante: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo". Esta es la filosofía esencial de L'Arche y de un tipo de cristianismo ante el cual Carrère se emociona: "El amor quiere la proximidad, la reciprocidad, la aceptación de la vulnerabilidad", dice. Las afueras, la inclemencia, la indefensión. Y, desde ahí, la posibilidad de la epifanía, de la constatación de una presencia.
Escribe Carrère: "Es lo que Jesús nos enseñó el Jueves Santo. Al instituir la eucaristía, habla colectivamente a los Doce Apóstoles. Pero cuando se arrodilla para lavar los pies de los discípulos lo hace ante cada uno, personalmente”. Por eso imagina cómo sería el cristianismo si el sacramento central no fuera la comunión sino el lavado de los pies. No participar del cuerpo de Cristo sino de su mirada personal, de lo que dice Pablo a los Gálatas: "Sobre todo por el amor, haceos sirvientes los unos de los otros". Un cristianismo que va a la esencia: a la vulnerabilidad del hombre y al diálogo lleno de dudas y de incertidumbres con Dios, a la práctica de la piedad entendida como una negación de la indiferencia.