Benedicto XVI y el mayo francés
El diablo no está afuera
La Iglesia está colocando bombas de relojería en sus propias bodegas al resistirse a actuar de forma urgente, inequívoca, radical, efectiva y ejemplar contra los curas violadores de niños
Bergoglio (derecha) y Ratzinger, en el excepcional e histórico encuentro de ayer en Castelgandolfo.
Seis años después de su relevo al frente de la Iglesia católica, Benedicto XVI cree haber hallado una causa específica de la pandemia de pederastia eclesial. El papa emérito vincula a la herencia del Mayo del 68 las incontables agresiones sexuales cometidas por sacerdotes contra niños y niñas en todo el mundo.
¿Qué fue aquel Mayo? Los sesentayochistas no tomaron el poder ni derribaron el orden social ni transformaron las estructuras económicas y políticas. No había playas bajo los adoquines de París, Praga, Berkeley o México DF. O más bien no hubo la fuerza ni la determinación necesarias para desenterrarlas. No fue una revolución porque no cambió la raíz del sistema. Pero nada volvió a ser igual desde entonces.
El Mayo del 68 no revolucionó el modo de producción ni las relaciones de dominación política y social, pero su vigoroso acento antiautoritario transformó superestructuras sociales como la familia y la enseñanza. Liberó a los ciudadanos de castrantes corsés morales, como el que les impedía un desarrollo sexual libre y sano. Dio peso a la izquierda no autoritaria, prendió el movimiento ecologista e impulsó una nueva ola feminista. E invistió a la juventud como nuevo sujeto revolucionario de la historia.
Brecha generacional
El proletariado, que había sido el motor de las luchas sociales desde el siglo XIX, fue relevado en esta función por un nuevo agente social. La brecha generacional sustituyó a la lucha de clases, en expresión del periodista Joaquín Estefanía (Revoluciones. Galaxia Gutenberg, 2018). La juventud, y no la clase obrera, ha configurado también la vanguardia de los estallidos de rebeldía posteriores en Occidente: la altermundialidad (1999) y los indignados (2011).
Esto fue el Mayo del 68. Pero ahora parece que hay que añadir a ese legado ideológico un efecto demoníaco, un impulso irresistible que habría convertido a cientos o miles de sacerdotes en violadores de niños y niñas. La idea de Benedicto XVI, publicada con el conocimiento de la Secretaría de Estado de la Santa Sede y del papa Francisco, es más endeble que un azucarillo en una taza de té caliente. La relación de escándalos de pederastia eclesial previos a 1968 es interminable, pero bastarán tres casos. Más que nada, para no asquear de forma excesiva a nadie.
Delincuentes sexuales
En Irlanda, diversos informes oficiales han concluido que cientos de religiosos abusaron de más de 25.000 menores desde 1922 hasta finales del siglo XX. No solo hubo violaciones; también palizas, explotación infantil y adopciones irregulares. Uno de los más repugnantes depredadores de la Iglesia irlandesa fue el canónigo Brendan Smyth. Su historial como delincuente sexual empieza en los años 50.
Un gran jurado de Pensilvania (EEUU) ha revelado que más de 300 sacerdotes católicos abusaron de más de un millar de niños y niñas al menos desde finales de los años 40.
En Alemania, el coro infantil de la catedral de Ratisbona era una mazmorra medieval en pleno siglo XX. Un informe oficial ha revelado que al menos 547 niños del coro sufrieron agresiones sexuales y maltrato físico a manos de religiosos al menos desde 1953 y hasta 1992. Un dato: Georg Ratzinger, hermano de Benedicto XVI, dirigió el coro de la catedral bávara entre 1964 y 1994.
Víctimas frustradas
Benedicto XVI no fue el papa más insensible a la plaga de los curas abusadores de niños. Fue el primer pontífice que reconoció la existencia de esta lacra y esbozó una petición de perdón. Bien es cierto que lo hizo bajo la presión creciente de la opinión pública internacional, conmovida por la ruptura del silencio de millares de víctimas en todo el mundo.
Pero tanto las actuaciones de Benedicto XVI como las de su sucesor, Francisco, han resultado frustrantes para las víctimas, que han deplorado la falta de coraje y de determinación de ambos. La última decepción fue la cumbre contra la pederastia celebrada el pasado febrero en el Vaticano: la cita no alumbró medidas concretas y efectivas, solo buenas palabras.
El arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, aseguraba días atrás a un reducido grupo de periodistas que la voluntad renovadora de Francisco es inequívoca. "Avanzamos poco a poco". ¿Poco a poco? La historia viaja a velocidad de vértigo desde 1914, y aún infinitamente más rápido desde las dos últimas décadas del siglo XX. En medio de esta corriente torrencial, evolucionar poco a poco se antoja un propósito vano. Si la progresión no adopta un ritmo y una voluntad compatibles con la veloz transformación de la sociedad y sus demandas, el riesgo de desaparecer engullido por el torbellino se multiplica. Sobre todo cuando se insiste en camuflar la responsabilidad histórica de la Iglesia bajo el señuelo de un demonio exterior. No, el diablo, este diablo, no está afuera.
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