Dos miradas

Ogirinal Deisel

Las falsificaciones son un campo abonado para la creación artística, al menos por lo que respecta a los inventores de los nombres que deben confundir al comprador

Vendedores de ’top manta’, en el vestíbulo de la estación de Renfe de la plaza de Catalunya, la semana pasada. Al fondo, máquinas expendedoras de billetes.  / Ferran Nadeu

Las falsificaciones son un delito pero también un campo abonado para la creación artística. Al menos por lo que respecta a los inventores de los nombres que deben confundir al comprador, un detalle que quizá no sería necesario porque el comprador -cuando recurre al 'top manta'- sabe a ciencia cierta que no compra originales sino falsificaciones. Algunas tienen gracia. Por ejemplo, Adidas, que es una de las que presenta más variaciones: Adadis, Adidos, Abidas o Avivas. O el Lacoste que es Nacoste, con el cocodrilo algo deformado. O el brillante vuelco de los Gucci que son, en el universo de la falsedad, Cuggi. O Coco Canal, Docha&Cabanov, Girgio Armwni y las zapatillas Cnovesre o las camisetas Neki.

Hay una falsificación que se llama Deisel (en la línea habitual de jugar con las letras del original) y que durante un tiempo se ha podido adquirir en una tienda de estas de persianas metálicas y estéticas de mercado callejero, en Canal Street de Nueva York. La particularidad es que los jerséis, las sudaderas y los pantalones eran Diesel de verdad, hechos por la marca auténtica, en una especie de trampantojo de denuncia. Es decir, el original se traviste de falso, sin decirlo antes, para argumentar que la mejor defensa es un buen ataque. A partir de aquí, locura por tener el falso, que es original, el original de la falsedad. Y los chinos, descolocados. Se me ocurren muy diversas definiciones de locura, pero ninguna de tan potente como esta.