MIRADOR

Flirtear con la violencia

Frente a los lazos amarillos y la presencia de símbolos partidistas en calle no cabe la equidistancia

Vecinos de La Bisbal d’Empordà colocan lazos amarillos / EFE / ROBIN TOWNSEND

Da auténtica risa que Carles Puigdemont se atreva a acusar a Ciudadanos y PP de flirtear con la violencia cuando el separatismo no ha hecho otra cosa que amenazar con el "choque de trenes" y el enfrentamiento desde el 2012. Solo hay que repasar la hemeroteca para constatar los incontables ultimátums proferidos por los líderes independentistas; incluso aceptaban el riesgo de ir a la cárcel, pues pensaban liarla muy gorda, aunque creían que eso no ocurriría porque el Estado no podría aguantar tanta presión.

La lógica del nacionalismo es siempre la misma: dame lo que pido o atente a las consecuencias. Ahora mismo hay un peligroso clima de tensión en la sociedad catalana a cuenta de los lazos amarillos con exaltados en ambos lados. Pero no nos equivoquemos: el problema reside en que los que dan por descontado que Catalunya es solo suya no aceptan que se les discuta su derecho al monopolio del espacio público y al uso partidista de las instituciones o los Mossos. Nada nuevo, solo que años atrás casi nadie rechistaba.

Con una mirada amplia, el 'procés' no ha sido más que la quintaesencia del chantaje y la estrategia de la amenaza que inauguró Jordi Pujol en la década de los 80 para librarse de los delitos en Banca Catalana; muy parecidos, por cierto, a los que años después llevó a Mario Conde a la cárcel. Entonces desde CiU no solo se compraron voluntades a diestro y siniestro, sino que se amedrantó a la oposición ("PSC, ¡botifler!") y se amenazó al Gobierno de Felipe González y a la fiscalía con desestabilizar a la joven democracia española si el president era procesado por estafa.

Pujol la jugada le salió bien y creó un régimen de impunidad para su corrupción. La mecánica chantajista se fue repitiendo, si acaso en un tono menor porque PSOE y PP estaban dispuestos a ofrecer muchas cosas en cada negociación para completar sus mayorías. Pero la semántica del nacionalismo siempre ha sido apocalíptica con el fin de atemorizar dentro y fuera de Catalunya.

Por eso Artur Mas creyó que el procés saldría bien si se montaba "un gran pollo", como recomendó hacer Pujol, aunque esta vez la dimensión del lío tenía que escucharse en toda Europa para que el Estado español, debilitado por la crisis, no pudiera ofrecer resistencia. Pese al desastre del 'procés', Mas insistía todavía esta semana en que había valido la pena porque, si acaso, la fractura social es culpa de Ciudadanos.

Al separatismo no le importa flirtear con la violencia y llevar la tensión a la sociedad porque la responsabilidad, claro está, es siempre de los otros. Frente a los lazos amarillos y la presencia de símbolos partidistas en calle no cabe la equidistancia porque no va de libertad de expresión, sino de consentir un régimen de imposición cuya objetivo es someter a los otros catalanes.

A algunos el fondo de esta disputa les parece un asunto nimio, pero es la razón democrática la que está en juego. Por eso el Gobierno socialista hace bien en exigir abordarlo en la próxima Junta de Seguridad; sin olvidar que, pese al fiasco del 'procés', el Govern de Quim Torra busca otro momento para volver a intentarlo.