Dos miradas

Cuaresma

No es tiempo de abjurar, esconder la cabeza bajo el ala o practicar la bondad ramplona. Es dialéctica y no silencio beatífico

Juan José Omella. / EFE / QUIQUE GARCIA

Antes, la Cuaresma era un periodo de recogimiento. Hacía referencia, claro, a los 40 días que Jesús había pasado en el desierto antes de comenzar a predicar, curar enfermos, resucitar difuntos y proclamar la buena nueva. En este tiempo, tuvo que sufrir, que sepamos, al menos tres andanadas del diablo, que le tentó con discusiones vagamente teológicas y, al final, con la promesa de un reino terrenal que, como era de suponer, Jesús rehusó con contundencia porque de todos es sabido que su reino no era de este mundo.

La Cuaresma, pues, es introspección y dialéctica. Para el cardenal Omella, arzobispo de Barcelona, debe servir para "revisar nuestra vida interior", tan esclava como es de los acontecimientos políticos. Debemos ayunar "para recuperar el tono vital". Omella declina el verbo ayunar en sentido metafórico y aprovecha que la Iglesia "tiene el objetivo de ser forjadora de concordia" para recomendar que "no enviemos mensajes controvertidos en las redes sociales", que no tengamos conversaciones "que no llevan a nada positivo "y que evitemos todo aquello que pueda crear división".

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No estaría mal que el cardenal repasara el Evangelio de Lucas: "He venido a traer fuego a la tierra", dice Jesús. Con todos los respetos, la Cuaresma no es abjurar, esconder la cabeza bajo el ala o practicar la bondad ramplona. Es justamente lo contrario: remover el interior humano que tanto le hace sufrir. Dialéctica, pues, y no silencio beatífico.