En nuestras calles, los Reyes Magos llegan una sola noche. Cargados de magia y magnificencia. Noche de ilusiones y sueños, de susurros y leyendas.
En otras calles, el milagro llega noche tras noche. Sin magia ni esplendor. Impregnado de sucia realidad. Sabemos sus nombres: Save the Children, Open Arms, Médicos sin Fronteras Save the Children, Open Arms, Médicos sin Fronteras y tantas otras. A veces, vemos los rostros que dan sentido a esas organizaciones. A veces, nosotros mismos colaboramos con ellas. Como podemos, como queremos. Y, a veces, se nos atragantan las lágrimas al contemplar su lucha contra una muerte siempre ávida de almas. Rostros de niños desnutridos, cubiertos de sangre y polvo de las guerras, aterrorizados en medio de un mar que quiere engullirlos. Niños que lloran, niños solos, niños perdidos, niños que han aprendido a odiar cuando solo les tocaba jugar. También rostros que ya han perdido el aliento. Pequeños a quienes no ha llegado el oro, el incienso y la mirra de la solidaridad.
Entretodos
¿Y ya está? ¿Debemos conformarnos? ¿Cuántos niños hubieran muerto el año pasado si no hubiese sido por las oenegés? ¿Cuántos padres hubieran llorado su pérdida si no hubiesen existido personas dispuestas a arriesgar sus vidas para salvarlos? ¿Hasta cuándo eximiremos a la política de su responsabilidad? Los intereses económicos laceran la piel del mundo mientras las oenegés tratan de curar las heridas que causan. Se parece a la magia, pero solo es compromiso.