El litoral catalán goza de un clima mediterráneo, netamente diferente del clima atlántico del litoral escocés; he ahí una certeza. No conocemos con perfecto detalle el microclima concreto de un determinado valle que nunca nadie ha estudiado a fondo, pero que, sin duda, podríamos llegar a conocer; he ahí una sombra. Nadie puede predecir con exactitud qué tiempo exacto hará dentro de dos meses a las dos y media de la tarde en un punto preciso de una zona conocida; he ahí una incertidumbre.
La gestión de la cotidianeidad obliga a tomar decisiones en un contexto de certezas, sombras e incertidumbres. Cualquiera puede actuar con reconfortante tranquilidad si dispone de muchas certezas y padece pocas sombras. A menudo, sin embargo, hay que tomar decisiones rodeados de muchas sombras y, sobre todo, bajo el peso de las inevitables incertidumbres. Hacerlo, cuesta; atreverse, tiene mérito.
Resulta más cómodo, desde luego, refugiarse en la coartada: dado que persisten las sombras y, además, no tengo la total certeza, no actúo. Más aún: acuso de temerarios, incluso de manipuladores, a quienes se atreven a hacerlo. No me equivoco porque no hago, y desde la autoridad que me confiere no haberme equivocado acuso a los que actúan de cometer errores. Soy un estorbo, pero me proclamo ejemplar.
Debemos esforzarnos incrementando certidumbres y minimizando sombras, pero siempre quedarán incertidumbres. La seguridad total no existe, por eso hay que correr riesgos. La máxima destreza es actuar, honestamente, a pesar de las incertidumbres insalvables y de las sombras persistentes. En el fondo, todos lo hacemos a diario en nuestra vida personal, desde escoger pareja hasta elegir un restaurante. Nos cuesta, en cambio, contribuir a la superación de las sombras colectivas y asumir la decisión calculadamente arriesgada. Los humanos somos así. Me interesan, sobre todo, quienes no se resignan y se la juegan. Salimos adelante gracias a ellos. Deberíamos agradecérselo, incluso si se equivocan.