Hubo un tiempo en que vivíamos felices. Eran los tiempos de la Olivetti, de las hojas con papel lila para hacer copias instantáneas del original, el tiempo del típex y de arrastrar con violencia la hoja que estaba en la máquina de escribir para estrujarla aún con más violencia y lanzarla a la basura. Eran tiempos románticos, de los que salen en las películas cuando enseñan cómo un escritor se pelea con las ideas y la lengua. Eran los días en que la palanca que irrumpía en la hoja como un relámpago se estropeaba y ya no emergía con entusiasmo sino que parecía artrítica, los días del apilamiento de los caracteres encima de la única vía de salida posible, como si todos se apresurasen a formar parte de aquella creación todavía nonata, aún en el claustro de las buenas intenciones.

Y luego es ahora, el tiempo del Wanna Cry y del Hydra Crypto y del ransomware, el tiempo del miedo a que te vengan de no sabes dónde a buscar las cosquillas en tu humilde ordenador, indefenso ante el ataque de estos fantasmas informáticos. He mirado mi aparato y aviso de que tengo en él una novela a medio escribir (o a medio no hacerlo), unos cuantos artículos refrigerados, un montón de fotografías, varios archivos sentimentales, restos del naufragio de proyectos que aún flotan pero que van a la deriva y, sí, también un antivirus que no sé si funciona y que seguro que es como un ejército de palillos ante la inminencia de las lanzas de los bárbaros.