¿Qué fue del hábito de enviar cartas? Pienso en aquellos papeles que se llenaban de rayas de palabras manuscritas, con buena letra aprendida a menudo en la escuela. Cartas bien dobladas en un sobre, al que se enganchaba un sello de Correos y se introducían en un buzón de la calle. «Mi carta que feliz pues va a buscaros...».
En un punto de la Rambla de Barcelona aún he visto las cabinas de unos redactores dispuestos a escribir las palabras que les dictaban unos ciudadanos que estaban limitados por el analfabetismo. Un arte difícil, el de saber interpretar el tono con el que el cliente quería expresarse. ¿Más sentimental, más neutro? ¿Y qué le gustaba más como despedida? ¿Abrazos, besos? «Ah, me olvidaba: ponga también que pienso mucho en el abuelo». He visto cómo a estos inmigrantes les costaba un poco separarse finalmente de aquella especie de confesionario instalado ante el palacio de la Virreina. Pero tenían que hacerlo. Había otro cliente de la añoranza.
Y no sé por qué, después de escribir estas líneas evocadoras, he pensado en Camilo José Cela. Tiendo a pensar que la máquina de escribir no le gustaba –¿sabía teclear? –, y sí escribir a mano, aplastando sobre el papel las puntas redondeadas del dedo gordo. Y en la revista 'El Ciervo' leo que Cela tenía una manía epistolar que le llevaba a copiar las cartas que escribía. Cien mil cartas, asegura Anna Caballé, de la Universitat de Barcelona, experta en Filología Hispánica.
Me parece que las cartas a la manera clásica van desapareciendo. El buzón que yo tenía en el chaflán de casa ya hace tiempo que lo retiraron. Tengo una oficina de Correos cerca, y he entrado pocas veces. Creo que no vi dejar otra carta que no fuera la mía. Eso sí, había muchos paquetes, y más bien voluminosos.
Cuando salí a la calle vi pasar una nube. Me parece que iba cargada de e-mails.