Sé que no es muy bonito reconocerlo, ahora que ya solo queda él del glorioso Hollywood de antaño, pero Kirk Douglas nunca fue de esos actores que a uno lo clavan a la pantalla. Siempre correcto y casi nunca brillante, el hombre del (irritante) hoyuelo en el mentón ha pasado a la historia del cine por las dos películas de Stanley Kubrick que protagonizó, 'Senderos de gloria' y 'Espartaco', pero yo prefiero recordarle por otras dos, 'El gran carnaval' y 'Cautivos del mal', dirigidas respectivamente por Billy Wilder y Vincente Minnelli en 1951 y 1952. Creo que en esas dos cintas el hombre se mostró menos acartonado que de costumbre, logrando dos interpretaciones conmovedoras, algo a lo que no nos tenía acostumbrados: el periodista mezquino de 'El gran carnaval', capaz de alargar la agonía de un pobre infeliz que se ha quedado atrapado bajo tierra para conseguir un reportaje de campanillas, y el cineasta de 'Cautivos del mal', que no duda en contratar extras para el funeral de su padre, a quien todos detestaban, son los roles que más recuerdo del señor Douglas, alguien con tendencia a pasarme inadvertido (pese al hoyuelo, o igual le ignoraba como autodefensa contra ese hoyuelo, vaya usted a saber).
Como Charlton Heston o Burt Lancaster –otros dos actores que jamás consiguieron clavarme a la pantalla-, Kirk Douglas interpretó demasiados papeles en los que el físico jugaba un papel fundamental, resintiéndose la enjundia del personaje y el interés que éste podía generar en el espectador. De hecho, ahora que lo pienso, si me gusta tanto su participación en 'El gran carnaval' y 'Cautivos del mal', es porque se trata de papeles inusuales en su extensa filmografía, papeles que podrían haber bordado William Holden o Richard Widmark, que nunca alcanzaron sus niveles de fama, pero tenían siempre una capacidad de convicción que Douglas solo lograba a veces.
Dicho lo cual, como no podía ser de otra manera y una vez interpretado mi habitual papel de cenizo, le deseo un feliz cumpleaños.