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No somos nadie, no somos nada

Espacio en el cementerio de Montjuïc dedicado a la inhumación de urnas biodegradables.  / RICARD CUGAT

Noviembre es palabra larga, casi tanto como melancolía. Noviembre es oficio de tinieblas, réquiem, ceniza. Y fue este noviembre, muy al principio, cuando la Iglesia nos reprendió -amonestó, quizá sea la palabra- por el trato que recibían, en ocasiones, las cenizas de nuestros deudos.

Leí hace poco que un hombre, en uno de los entreactos de la ópera 'Guillermo Tell', en el MET de Nueva York, se acercó sigilosamente al foso de la orquesta y esparció allí, en un rincón, las cenizas de su difunto compañero. Las cenizas, lejos de quedarse quietas, volaron por encima de músicos e instrumentos. Lo que se pretendía discreto resultó mayúsculo: la representación se suspendió y hubo escandalosa presencia de bomberos y policías.

Un espectador,  en el MET de Nueva York, se acercó al foso de la orquesta y esparció las cenizas de su difunto compañero

El final de las cenizas no es, algunas veces, por caprichos del destino, el dispuesto en un principio. Recuerdo ahora un suceso que se cuenta, de manera recurrente, en los mentideros de mi oficio. Años 50, plena posguerra. Familia de cómicos, numerosa y con escasos recursos, recibe ayuda puntual de parientes en el exilio. En períodos regulares, una vez al mes, llega un paquete con alimentos: latas, legumbres, leche en polvo, chocolate, algún medicamento. Mezclado con esto, en uno de los envíos, llega un frasco de cristal que contiene un polvo pardusco. Ninguna etiqueta, ningún prospecto. La madre de familia lo cree un reconstituyente y lo distribuye a cucharadas en el café de la mañana y la sopa del mediodía. El frasco se agota en seis desayunos y siete comidas. Al cabo de una semana llega una carta de México. Mediada la lectura, la madre grita horrorizada: "!Niños, nos hemos comido al abuelo!".

El destino quiso que la misiva que anunciaba el envío de las cenizas, cumpliendo el deseo de quien quería descansar en el nicho familiar, llegara con retraso. Lo peor no es pensar en lo que de canibalismo puede tener la historia; lo peor es darse cuenta de donde terminaron realmente las cenizas.

Y es que, no somos nadie. O mejor, dicho en corto, somos nada.