La participación de la mujer en la política ha ido creciendo de forma paulatina en las últimas décadas, al igual que ha sucedido en otros ámbitos muy diversos, desde el deporte a profesiones antes consideradas torticeramente como exclusivas de los hombres. Aún queda mucho trecho por recorrer en el camino a la plena igualdad, sin duda, pero un simple vistazo a la estadística permite un balance provisional claramente positivo.
En la esfera municipal catalana, por ejemplo, el número de concejalas casi se ha triplicado en los últimos 15 años, del 12% al 35%. Y el de alcaldesas ha pasado del 4% al 18%, una cifra aún baja que no refleja un dato muy llamativo: el 47% de los catalanes viven en municipios gobernados por mujeres. Las numerosas alcaldesas de la Barcelona metropolitana explican esta cuasi paridad de género a escala demográfica, que con el tiempo deberá tener su equivalente a escala geográfica. Una pregunta que suscita esta mayor presencia de féminas al frente de los ayuntamientos -una tendencia, por lo demás, de alcance mundial- es si implica la aportación de nuevos valores a la política. La respuesta no es unívoca, porque lo que caracteriza en primer término a un cargo público es la ideología y no el género, pero es innegable que las mujeres que se dedican a la política pueden aportar una mirada menos condicionada históricamente por los malos hábitos del poder y una mayor experiencia en la gestión eficaz de realidades diversas. No es poco en las complejas sociedades del siglo XXI.