No por anunciada resulta menos traumática la destitución definitiva de Dilma Rousseff dictada ayer por el Senado brasileño. La batalla estaba perdida de antemano, pero la hasta ahora presidenta ha luchado hasta el final. El motivo de su destitución, un poco claro maquillaje de las cuentas públicas, es un delito menor comparado con las gravísimas imputaciones que pesan sobre una gran parte de los diputados y senadores de Brasil, y en primer lugar sobre el acusador de Rousseff, el expresidente del Congreso Eduardo Cunha. Tal osadía solo se explica por tratarse de un proceso estrictamente político para deshacerse de la presidenta y de los 13 años de gobierno del izquierdista Partido de los Trabajadores. La crisis económica, la pérdida de competitividad, el paro creciente y el aumento de la inflación, que han sido los resortes sobre los que se ha apoyado la oposición para liquidar políticamente a una débil Rousseff, no mejorarán con su destitución, ni lo hará la calidad política de un Congreso fragmentado hasta el extremo en el que todo se compra y se vende. En muy poco tiempo Brasil ha pasado de ser uno de los principales países emergentes a uno con serias dificultades. La destitución de la presidenta no lo mejorará. Su salida de escena marca el abandono de las políticas sociales y la entrada del neoliberalismo rampante. Al retroceso económico de Brasil, el impeachment de Rousseff añade un grave retroceso político y democrático.
Editorial
Final traumático de Rousseff en Brasil
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