Hemos sabido hace poco que Luis Salom no murió por culpa de un bache o por un problema en los neumáticos sino por una distracción en el pilotaje. Porque miró hacia atrás y perdió algo de control y tuvo que frenar más fuerte y la moto se fue directa hacia la tragedia en una curva en la que faltó grava y sobró velocidad.
El piloto se juega la vida en cada viraje, en cada adelantamiento: sobrevive en las fronteras de la muerte. Y es precisamente ese tentar el destino lo que le convierte al mismo tiempo en robusto y en débil. El héroe contemporáneo que desafía los peligros y el chiquillo inseguro que necesita asirse a la superstición para afrontarlos. Salom, según cuentan, no podía correr si antes no acariciaba la melena rizada de su madre. ¿Era una superstición sin más o un salvavidas preventivo, el saberse todavía en su regazo, a pesar de tantos caballos desbocados en la pista?
En el pelo, según la Biblia y según otras leyendas, no solo habita la fuerza sino la sabiduría. Cuanto más larga es la cabellera, más pensamientos caben en ella. Y puede que también la ternura. La madre se rapó -se mesó el cabello con la furia de la pérdida - para que su hijo viajara pertrechado al Hades. Como los antiguos. Poco a poco, su pelo volverá a crecer. Se mantendrá siempre igual el mechón que su hijo conserva entre las manos, en el último trayecto.