El movimiento olímpico vive estas semanas una de aquellas sacudidas que ponen en juego su credibilidad. Porque el Comité Olímpico Internacional (COI) debe decidir en los próximos días sobre el veto a la delegación rusa en los inminentes Juegos de Río -se inician el 5 de agosto- con el precedente de la decisión del Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS). El organismo mantuvo ayer la suspensión contra la federación rusa de atletismo decretada por la internacional (IAAF) a raíz de un gran escándalo de dopaje. La decisión del TAS fue el episodio posterior a la reciente publicación de un informe encargado por la Agencia Mundial Antidopaje. En él se acusa a Rusia de dopaje de Estado en los Juegos de Invierno de Sochi, que organizó, y, en general, entre el 2011 y el 2015.
La situación nos aboca a una crisis como la de los boicots de Moscú-80 y Los Ángeles-84, como avisa Vladímir Putin. Pero el todopoderoso presidente ruso tiene delante a un dirigente como el mandatario de la IAAF Sebastian Coe que fue una estrella de aquellas citas. Hoy es abanderado de la lucha contra la lacra del dopaje, y más si hay detrás planes de Estado de una gran potencia deportiva. Pese a la dureza de apartar a bastantes justos por culpa de muchos pecadores, el deporte y el movimiento olímpico están obligados a mantener una actitud inflexible y ejemplar. Queda, eso sí, una tercera vía por la que deportistas de limpieza acreditada pudieran competir como independientes sin bandera ni himno rusos para celebrar sus éxitos.