Dos miradas

Paz

Otegi, más allá de filias y fobias, es un ciudadano con discurso político que ha cumplido una condena y tiene derecho a decir la suya en el proceso de paz

Hace unos años, Martin McGuinnes, con una corbata verde, de verde irlandés, saludó cordialmente a la reina de Inglaterra. McGuinnes,  al poco, asistió, como viceprimer ministro de Irlanda del Norte, a una cena en el castillo de Windsor. No leí en ninguna parte esto: «Hoy es un día triste e indignante para la monarquía, porque se ha dado voz a un verdugo». Hablo de McGuinnes como lo podría hacer de Gerry Adams, con la diferencia de que Adams siempre negó haber sido del IRA, mientras que McGuinnes -que también fue un personaje clave para la pacificación de la isla- sí ha exhibido la pertenencia a la banda armada. Todos recordamos aquella imagen suya, con boina y cazadora bélica. Estuvo en prisión (una prisión que más tarde visitaría con Isabel II) y fue acusado y condenado por conducir un coche con explosivos, por actividades paramilitares y por unos cuantos delitos más.

Que la presidenta del Parlament de Catalunya haya recibido a Arnaldo Otegi no tiene más trascendencia que aquella famosa imagen conjunta -incluso amistosa- del antiguo terrorista y la reina eterna contra quien luchaba. Otegi, más allá de las filias y las fobias que despierta, cubierto de luces y oscuridades, es un ciudadano con un discurso político (importante, por supuesto) que ha cumplido una condena y que tiene derecho a decir la suya en el proceso de paz. Un proceso que necesita perdones y palabras y no vestiduras rasgadas bajo los focos.