Veo la foto del papa Francisco con el grupo que forman las 900 Superioras Generales de congregaciones religiosas de todo el mundo. Busco entre las muchas caras y echo en falta la de Núria Espert. Porque ella es, de hecho y por derecho, en la congregación del teatro, la Madre Superiora. Y siguiendo con el paralelo digo que si esa apertura de la Iglesia hacia las mujeres que se vislumbra tras las palabras del Papa llegara a hacerse realidad, Núria sería Papisa y, como tal, infalible, segura y cierta.
Núria significa el grado supremo de nuestro teatro. Así lo reconoce el Premio Princesa de Asturias de las Artes que acaban de concederle. Y aunque escribir “eximia” corra el peligro de escudarse en el tópico, quiero escribir, sin pudor, de la Núria eximia, así como de la Núria egregia, de la Núria insigne y de la Núria ilustre.
La actriz, reconocida con el Princesa de Asturias, significa el grado supremo de nuestro teatro
Pero si escribir es recordar y recordar es revivir, quiero escribir de Núria/Gigi, de Núria/Medea, de Núria/Hamlet, de Núria/Claire, de Núria/Yerma, de Núria/Mari Gaila, de Núria/Fedra, de Núria/Rosita, de Núria/Próspero, de Núria/Celestina, de Núria/Salomé, de Núria/Bernarda, de Núria/Lucrecia, de Núria/Irina Nikolaievna Arkadina (de la que el Dr. Dorn sigue irremediablamente enamorado hasta las trancas), de Núria/Lear y hasta de Núria/Puta respetuosa.
Todas ellas, y más, son una sola Núria: la actriz. Pero también la compañera, la consejera, la estimulante, la combativa -siempre al frente cuando ha hecho falta-, la maestra -sin pretensión ni ánimo de serlo-, la de la trayectoria envidiable, título a título, marcando el camino a quien quisiera seguirla, hecha “de aire y fuego”, en combustión permanente.
Me hace feliz saber que cuando, el día de la entrega, Núria suba al escenario del Teatro Campoamor a recibir su premio, con ella subirá el teatro en mayúsculas, porque ella, generosa, así lo quiere. Cómo me hace feliz leer estas palabras suyas de hace apenas 24 horas: “Siempre me encuentro el respeto hacia la gente que ha decidido vivir un poco peor y centrarse en el teatro”.
Confieso algo íntimo: el día que ví a Núria en 'La violación de Lucrecia' lloré desde el minuto uno hasta el final. Y aún entonces me fué difícil, por un largo rato, detener las lágrimas. Esa turbación, esa emoción incontenible, por una vez no se debían a Shakespare, sino a una Núria Espert en plenitud, que se reafirmaba -y me reafirmaba- en la felicidad del teatro.
Gracias, Núria.