Recuerdo un sorprendente consejo de Pep Quetglas en la Facultad de Arquitectura. Venía a decir que no perdieses el tiempo con el profesor de proyectos que te explicaba cómo diseñaban Le Corbusier, Mies o Aalto. Que era mucho mejor bajar a la planta baja y preguntárselo directamente a ellos; en la biblioteca. Allí estaban todos siempre a tu disposición. Bastaba saltarse el intermediario. Así como los curas son más bien un estorbo en nuestra relación con Dios.
Ahora acabo de desprenderme de la biblioteca de maestros, maestrillos y embaucadores que fui atesorando con entusiasmo durante muchos años. Diversos motivos me han impelido a regalar, cambiar o vender 6.000 dosis de conocimiento. Me habían costado un congo, ocupado mucho espacio, empleado a bibliotecarios para ordenarlos; nos dieron muchas satisfacciones a mí y a otros, pero desde hace tiempo ya nadie se iba a dar lecciones con ellos. Ya estaban dadas, o se ofrecían en otros sitios. He ido comprobando como internet, las revistas y las prisas los iban arrinconando. La capa de polvo era ya intolerable. Ahora mis libros volverán a la vida tras una infrautilización unipersonal que se me hacía perversa. Los he liberado, los he dispersado, llegarán a casas de amigos o al Centre de Documentació del Museu del Disseny, para dar luz a quien la busque. O irán al coleccionista que los buscaba con deseo. Porque los libros si no se abren se gastan y al final mueren. Tras media vida de acumulación llega el periodo de despoje.
Les agradezco a todos las magníficas lecciones recibidas, sus engaños y alguna que otra colleja que me han ido dando. Y no oculto que a veces salgo disparado a un estante buscando consejo, pero cual miembro amputado, solo encuentro un emotivo vacío.
Allá donde estén seguirán siendo míos, porque el libro es por antonomasia una infinita e irreversible multipropiedad.