No soy un experto en evolución de la vida urbana, y concretamente de la historia de Barcelona, como lo son Lluís Permanyer y otros especializados cronistas. Solo tengo el recuerdo de algunas imágenes del pasado, fijadas a menudo para fotografías. Como la de mis padres el día de su boda. Ella vestida de blanco y él con un sombrero de copa en la mano. Retratos de una modesta burguesía barcelonesa que aún mantenía unas formas que la guerra civil y el cambio de costumbres sociales terminarían de arrinconar.

Un ramo de flores -siempre blancas- adherido al portal de la calle, donde se mantenía unas pocas horas, indicaba que unos novios saldrían a la calle. Y un portal de dos batientes con uno de ellos cerrado indicaba que en esa casa había un fallecido. Y la alfombra que se desplegaba desde el portal de la casa hasta la acera de la calle era la señal de que un coche de alquiler comparecería para recoger a la novia y llevarla a la iglesia.

Mucha gente, hoy, quedará atónita si lee esto que acabo de escribir. Y quizá aún se sorprenderá más al saber cómo se comunicaba a través de la prensa la boda que se había concertado: unos padres habían «acordado ceder a su hija mayor por esposa a don...». Hasta ese día, el chico que tenía que casarse no podía visitar a la chica en su casa. Huelga decir que encontrarse, chico y chica, fuera de la casa de ella habría sido una temeridad.

Ahora los chicos y las chicas que hacen pareja, o no la hacen, van dónde quieren y hacen lo que quieren. Solo los viejos podemos darnos cuenta de un cambio tan radical. El autoritarismo familiar ha dejado paso a la flexibilidad de las relaciones. Siempre habrá fricciones, pero la cultura de la convivencia crece, como una manifestación de la cultura del respeto. La rigidez social ha desaparecido, o tiende a desaparecer, y se van extendiendo las relaciones comprensivas.

La autoridad más productiva, en mi opinión, es la que no se basa en la imposición sino en la flexibilidad.