James Carville, estratega de la campaña de Bill Clinton en las elecciones estadounidenses de 1992, acuñó un eslogan devenido famoso: Es la economía, ¡estúpido! Si Carville considerase el actual panorama de la política española ante el soberanismo catalán, seguramente exclamaría: «¡Tenéis un problema, estúpidos!».
En efecto, el Gobierno y el establishment. Es decir, tienen dos: el problema y su incapacidad para hacerle frente. De hecho, creo que son ellos el verdadero problema. Millones de personas en las manifestaciones, una clara mayoría en la calle y en el Parlament a favor de revisar las relaciones entre los dos países o directamente a favor de la independencia y una neta desconexión emocional hacia España de gran parte de la intelligentsia catalana no les dice nada. Insisten en cuestiones procesales o legalistas. Pura estupidez.
Ministros, magistrados y poderes fácticos varios no se preguntan qué ocurre. Solo sostienen que no puede ocurrir. Al cónyuge que quiere divorciarse, el otro le insulta y le vaticina todo tipo de desgracias. «Pensé que dirías que aún me amabas; al menos, que me preguntarías cómo podríamos arreglarlo», piensa el primero. Pues no, solo recibe amenazas y descalificaciones. Semejante actitud acaba de convencerle: en efecto, necesita el divorcio. El primero tiene un reto; el segundo, un problema.
Tras destituir fiscales, mediatizar tribunales y mezclar poderes, exigen a la gente que no se manifieste para no interferir en la justicia. No la interfieren: protestan porque la echan en falta. Echan en falta la justicia ausente cuando, por ejemplo, se recurren leyes aprobadas en referéndum y ratificadas por dos parlamentos (reforma del Estatut). El Estado español tiene un serio problema, eso desde luego.