Los ángeles de Andrea

Cuando salimos de la consulta del oncólogo me cogió del brazo y me dijo: “Cuando llegue el momento no quiero que me alarguen la vida”. Tomé aire y le respondí. “De acuerdo, pero tú debes explicarnos cómo te encuentras para que no sufras innecesariamente”. Es el pacto que hice con mi madre en julio del 2014 y que ambas cumplimos. Acababan de comunicarle que su tumor no tenía cura y que solo quedaba intentar que la quimioterapia le hiciese algún efecto milagroso.

Ya sin que ella estuviese presente, unas horas después otro médico me comunicó que no había cura posible: “Esta mesa se mide en centímetros, de aquí a Girona contamos en kilómetros y la vida de su madre se calcula en meses”. Al final fueron solo tres. Un tiempo en la que ella se fue apagando sin quejarse. Porque era fuerte, porque nos quería y porque ya en las últimas semanas compartimos su final con el equipo médico de paliativos. Gracias a ellos descubrí que en la tierra lo más parecido a los ángeles de la guarda son estos profesionales que ayudaron a mi madre a irse y a nosotros a quedarnos consolándonos en que se había cumplido su voluntad.

Priscila, Meritxell y Anna me enseñaron desde cómo debía suministrársele la morfina, a cómo colocarla en la cama. Nos llamaban por teléfono para saber si había empeorado y a la que teníamos la mínima duda ya estaban en casa para echarnos una mano. Sin ellas no hubiese podido cumplir con la palabra que le di a mi madre. Cuidaron de ella y de nosotros con una delicadeza y una profesionalidad que nunca olvidaremos. Estuvieron hasta el último día, hasta ese 1 de octubre en el que para siempre se convirtieron en nuestros ángeles. Como han estado hasta hoy con Andrea. Ya son también sus ángeles.