Cuando se celebran los Juegos Olímpicos suelo seguir algunas pruebas por televisión. Evidentemente, yo no soy un atleta. He practicado ocasionalmente algún sencillo ejercicio deportivo, y dejo de lado la veintena larga de caminatas por varias comarcas de la Península. El ejercicio no pretendía batir ningún récord, sino recoger lo que me salía al paso y anotarlo para construir un libro.
Pero sí, me gusta contemplar las competiciones atléticas. Especialmente las carreras que dan tiempo a observar cómo evolucionan. La prueba de los 100 metros lisos es, para mi gusto, demasiado rápida. Son pocos segundos y la altísima velocidad no es expresiva. ¿Puedo decir que tengo una prueba favorita? La de los 400 metros lisos. Porque ya no cuenta solo la capacidad física, sino que a la potencia muscular se añade el cálculo sobre la marcha de los rivales, la elección del momento de cambiar el ritmo de la marcha.
Me atrevo a decir, pues, que en algunas carreras atléticas puede haber una dosis de creatividad. El lector tiene derecho a pensar que exagero, pero no. Porque se ha utilizado la palabra creatividad aristocráticamente, cuando, de hecho, en un momento u otro todos somos creativos. Hay una definición de la creatividad que me gusta, y que no es pretenciosa: «La capacidad de asociar dos cosas que antes no habían sido asociadas». Cuando me dediqué a la publicidad viví la proliferación de profesionales que presentaban unas tarjetas en las que, bajo el nombre, se leía: «Creativo». Siempre me pareció un poco afectado.
Hace años murió Florence Griffith, una gran atleta. Yo la admiraba. Tuvo un fatal ataque de corazón a los 38 años. En su caso, la voluntad y la inteligencia se asociaban para crear sus victorias. ¿De qué dependían? De la modesta pero suficiente capacidad creativa. De saber articular conciencia y músculos, de relacionar el esfuerzo con la visión de la meta. Las asociaciones le proporcionaban el máximo rendimiento.
Incluso un genio se nutre –quizá inconscientemente– de sumar ingredientes.