El caso del ciudadano barcelonés que se vio obligado a abandonar el parque Güell porque explicaba a tres personas amigas las particularidades del recinto es más que una anécdota disparatada. Este suceso revela una muy mala estrategia municipal para afrontar el problema del intrusismo en el trabajo de los guías turísticos, el telón de fondo de este esperpento. Los hechos denunciados el lunes en EL PERIÓDICO por el jubilado Ricard Galceran tenían precedentes, porque nada hay más lógico que un barcelonés quiera mostrar, con legítima satisfacción, el recinto modernista de Gaudí a amigos o conocidos. Por tanto, los responsables del parque (la empresa municipal Barcelona Serveis Municipals) deberían tener muy estudiado cómo diferenciar entre estos cicerones sin ánimo de lucro y los guías no oficiales, que sí suponen una competencia desleal para los que desempeñan su trabajo con autorización y pagan impuestos. Y en caso de duda, deberían abstenerse de hacer pasar a un honrado ciudadano la vergüenza de ser tratado como un transgresor de la legalidad. El parque Güell es un recinto magnífico que debe ser protegido, y las restricciones de acceso implantadas en el 2013 para evitar que muriera de éxito han demostrado su eficacia. Pero el exceso de celo y las actitudes alguacilescas están reñidos con la cordialidad de la que Barcelona presume. Cuando el exitoso modelo turístico de la ciudad tiene algunas críticas, razón de más para corregir errores como el del parque Güell.
Editorial
Un esperpento en el parque Güell
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