La rueda

¿Manuscrito, impreso o electrónico?

Las virtudes del libro residen más en su valor como objeto que en su funcionalidad

«Tenemos libros, pero no literatura», se lamenta Carme Riera. Estoy tristemente de acuerdo. Con todo, peor sería si nada se publicara. El escritor mexicano Jorge Volpi defiende el libro electrónico. Sus reflexiones se sitúan por encima de filias y fobias. Lo importante es el contenido y no el contenedor, viene a decir. Considera que los cinco siglos de libro impreso son un legado cultural tan entrañable y superado como los diez siglos anteriores de libro manuscrito. Puede que lleve razón.

El libro electrónico es muchos libros en uno solo, permite recurrir a los hipervínculos y admite búsquedas. Mejora la eficacia de la lectura, desde luego. El tema del espacio no es menor. Si tienes biblioteca, ¿cuánto te cuesta destinar un porcentaje sensible de tu hogar a almacenar libros? A mí, bastante. Por no hablar de los costes ambientales del papel, más que considerables. El libro impreso es azote de aguas y bosques (o una salida para baldíos reforestables, también es verdad).

Las grandes bibliotecas renacentistas o barrocas suscitan la admiración de los visitantes. Uno no sabe qué les fascina más, si los libros o la ebanistería en que se alojan. Ya nadie las usa. Los libros, medio apolillados, se desharían al manosearlos. La mayoría son tratados obsoletos sobre materias amortizadas. Pero contribuyen a mantener el prestigio bibliográfico. Se admiran y basta.

Lo digo con pesar, a las puertas del Día del Libro, porque los libros de papel me apasionan. El tacto, su olor, el roce de las hojas entre los dedos... He heredado la bibliofilia de mi tío-bisabuelo, Antoni Palau Dulcet, librero insigne. El dilema se resuelve con la coexistencia: bienvenida la funcionalidad del libro electrónico, que el libro de papel siga acompañándonos y gratificándonos los sentidos. Y, sobre todo, que siga el placer de la lectura.