El pie de terciopelo de Suárez

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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Aquellos que creyeron que nunca lo verían, ya lo pueden contar. Aquellos que pensaron que el Barça nunca ganaría así, ya lo pueden narrar. Incluso aquellos que rezan para que a ningún presidente del club, sea quien sea, se le ocurra contratar a José Mourinho, pudieron vivir, padecer, disimular, temblar al ver un modelo demasiado parecido a algo que nunca pensaron que verían en su estadio.

No sé si eso se sabe o se aprende. Si se sabe, lo tenían muy escondido. Si se aprende, debe ser cosa de Luis Enrique, de las enseñanzas recibidas en el calcio, en Roma. Lo que sí es seguro es que el Barça demostró anoche, guste o no, forme o no parte de su estilo, que tiene más de un registro para jugar, controlar (o casi) y hasta para matar al campeón de Europa.

No deja de ser curioso que la noche en que el Barça es menos Barça, desapareciera Leo Messi. O apareciese poco. No fue decisivo en el partido que todos pintamos para él y, sobre todo, para demostrar al mundo que sigue siendo el director, el cerebro, el ejecutor, el líder de un equipo que, ahora sí, huele a campeón.

De Bravo a Suárez

Es verdad que el Madrid pudo adquirir una ventaja decisiva antes del descanso. Pero no es menos cierto que, en los últimos 20 minutos, Neymar protagonizó tres ocasiones escandalosas, Alba tuvo un gol cantado y Casillas, siempre Casillas, sacó una mano milagrosa a Messi. Todo eso, insisto, fruto de un juego distinto, diferente, casi nuevo en el Camp Nou, casi inexplicable para muchos culés que continúan amando el tiki-taka, pero, como recitaba el gran Luis Aragonés, aquí de lo que se trata es de «ganar, ganar y volver ganar; ganar y volver a ganar».

De casi todo lo que ocurrió en el campo anoche tuvo la culpa ese fantástico volador de poste a poste que es Claudio Bravo, como lo es  Ter Stegen en la Champions. ¡Qué grandes porteros (y Mathieu) nos dejaste Zubizarreta! ¡Qué gran homenaje te hizo anoche Lucho! Y si la victoria en versión poco original nació en las manos de Bravo hay que reconocer que concluyó en el pie de terciopelo de ese mordedor de redes que es Suárez, un cazagoles de postín.

Porque, amigos, alguien que para, que congela, que detiene en el tiempo y en el aire un balón que baja con nieve, que va dibujando tirabuzones en su descenso, que pinta rizos mientras planea, que parece eléctrico mientras vuela y que, de pronto, queda imantado en el empeine derecho de ese monstruo uruguayo, merece ser honrado, agasajado, celebrado, vitoreado como uno de los más grandes. Y, sobre todo, como el gigante que, al final, a las espaldas, o al lado, o junto a Messi, se convirtió, en una noche muy señalada, demasiado señalada, en el hombre y en el nombre de la victoria.

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«Que puta tristeza», tituló un diario colombiano tras la muerte de García Márquez. «Mi mente no aceptaba lo que mis ojos estaban viendo», explica Benjamin Ferenz, fiscal de los juicios de Nuremberg, decenas de años después. Todo eso, y más, fue lo que le ocurrió anoche al Real Madrid en el Camp Nou. El peor sitio para que te pasen esas cosas.

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