El mandato del fiscal general del Estado es en España de cuatro años y corre parejo a la legislatura parlamentaria. Eduardo Torres-Dulce, que accedió al puesto en diciembre del 2011, apenas nueve días después de que llegara a la Moncloa Mariano Rajoy, se va ahora aduciendo unas razones personales tras las que se entrevén claras discrepancias con el Gobierno. El Ejecutivo nombra al fiscal general pero no lo puede remover, una limitación destinada a preservar la teórica independencia absoluta de que goza la máxima encarnación de la acusación en el entramado judicial. Pero los circuitos del poder son alambicados, y allí donde no llega la norma pueden hacerlo las presiones más o menos sutiles. Torres-Dulce fue en el caso Bárcenas más allá de lo que con toda seguridad querían y esperaban el PP y el Gobierno, y eso probablemente generó una desconfianza mutua que luego se acrecentó con las discrepancias sobre la respuesta jurídica que el Estado debía dar al envite de la consulta soberanista catalana. Si antes del 9-N Torres-Dulce era más partidario que Rajoy de usar medidas contundentes, tras el sucedáneo de votación los papeles parecieron invertirse. Falta perspectiva para poder valorar con precisión la gestión de Torres-Dulce -aunque hoy predominan las luces sobre las sombras-, pero las contradicciones y anomalías de aquellos días catalanes volvieron a poner de manifiesto lo difícil que es creer que en España el poder ejecutivo y el judicial ocupan compartimentos estancos.
Editoriales
Torres-Dulce, una dimisión con sordina
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