Un lector me escribe con una preocupación intensa y cuerda. Es decir, razonable y sentida. «Para que en un país haya democracia», dice, «me parece que tiene que haber separación e independencia de los tres poderes: legislativo, judicial y ejecutivo. Cuando no es así y hay connivencia de algún tipo, no hay democracia». Me pide que hable de eso. Y, de hecho, así lo hago porque no deberíamos hablar sino de eso, de un asunto que ha traspasado todos los límites que conforman aquello que, con tanta grandilocuencia, llamamos Estado de derecho. El nivel al que ha llegado la confluencia de intereses entre la Administración de justicia y el ajustado (a ley) comportamiento de la Administración, por no hablar de las presiones y de los intentos de redactar querellas desde el despacho que no toca, ha traspasado lo que debería ser exigible en cualquier sociedad gobernada por el régimen estricto de la legislación y de la clásica separación de poderes. No se trata de ser ingenuos, porque todos sabemos que en los sistemas que conocemos hay interferencias y sobreactuaciones, pero también es verdad que aquí no hablamos solo de connivencia (un escándalo) sino de una decidida voluntad de intervención por encima de la constricción que marca la norma. No sé si la metrópolis está naufragando, pero sí que juega con fuego. Se juega con fuego cuando confundes lo que toca hacer con lo que desearías que fuera. Cuando procuras que el deseo se imponga, sin subterfugios, sobre la razón democrática.
Dos miradas
Razón democrática
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