Tres grandes manifestaciones precedidas por las consultas populares iniciadas en Arenys de Munt el 2009 han sido la antesala del proceso participativo de 9-N, que ha servido para entregar definitivamente el monopolio del concepto "democracia" al independentismo. Los presidentes Artur Mas y Mariano Rajoy han evitado formalmente el choque de trenes. El president ha logrado sortear el boicot sistemático del Estado y preservar una débil unidad soberanista para acabar poniendo las urnas, mientras que Rajoy se ha salido con la suya al frustrar un referéndum o consulta con garantías jurídicas que emitiera un mandato vinculante de los catalanes. Estamos donde estábamos, pero con la diferencia que los ciudadanos han perdido definitivamente el miedo a votar y a hacerlo por la ruptura. El desapego y la indignación con esta España, en manos del PP, alérgica a las reformas y la regeneración es transversal, capaz de unir en una jornada festiva y emotiva a independentistas, federalistas y autonomistas que comparten un deseo de cambio profundo.
Mas está intentando combinar la vieja política -sería oportuno preguntar por las negociaciones secretas de su emisario Joan Rigol con los fontaneros del PP y el PSOE, ¿o 'encara no toca'?- con una política de las emociones. Hay una frase que dice: "La gente olvidará lo que has dicho y lo que has hecho, pero nunca olvidará cómo la has hecho sentir". Parece el manual de Mas.
Este 9-N una parte de la población, la más activa e inconformista, se ha sentido libre. La pregunta ahora es si la discrepancia -posiblemente pactada al estilo de la vieja política- entre Mas y Rajoy dará paso a une nueva era o si la ciudadanía tendrá que luchar para forzar los cambios. ¿Tiene prisa la gente? Esa es la cuestión.