Pequeño observatorio

A Cela le toca descansar en paz

No tengo motivo para quejarme del trato que tuvimos Camilo José Cela y yo. Al contrario. La diferencia era considerable. Yo era un modesto escritor catalán y él un escritor-personaje importante. Convivimos durante 15 días caminando por el Pallars y el Vall d'Aran y él no hizo ninguna de las excentricidades -a veces escandalosas- que le conocí en Barcelona, cuando con mi cuñado Néstor Luján y otros colaboradores de la revista 'Destino' compartíamos cenas con Cela en el restaurante Glacier. Cenas que se repetían cuando él venía a Barcelona para hablar con el editor Josep Vergés.

Es sabido que le gustaba el protagonismo cuando estaba con amigos, o con desconocidos, y por supuesto con periodistas. Tenía el arte de impresionar al auditorio con algún exabrupto. Supongo que su primera mujer se cansó de aguantar al personaje y nunca le acompañaba. Tampoco debía ser positiva la relación con su hijo, que también se llamaba -y se llama- Camilo José Cela, con el añadido materno: Conde. Cuando el escritor murió -tras casarse con Marina Castaño- a las tensiones psicológicas se añadieron las económicas. Una sentencia reciente ordena que Marina devuelva buena parte de la herencia al hijo.

Trabajo, rigor y exhibición personal

Tensiones y enredos aparte, Cela era una mezcla de capacidad de trabajo, rigor y exhibición personal. Fue un excelente compañero de caminata. La excentricidad la guardaba para la actuación pública. Cuando hacíamos ruta éramos simplemente compañeros.

Probablemente llegó en la plenitud de la vida a una cierta disminución de la capacidad creativa. Debe ser doloroso y buscar la compensación en exabruptos debe fatigar. Tengo excelentes recuerdos de Cela y pienso que su brillantez podía acabar paralizando o amargarle el humor. No conozco a su hijo, que ha recuperado los derechos que se le discutían. Tras crear tantos personajes satíricos y pintorescos, el final de Cela no podía ser vulgar y tranquilo.