En el mundo feliz de las raíces vigorosas de la Moncloa, la crisis económica opera como el motor principal que mueve el lío catalán. La pobreza, la incertidumbre laboral y el sufrimiento social arrojan a miles de catalanes en brazos de una independencia que les promete trabajo, bienestar y un chalet en la costa.
En el Palau de la Generalitat creen algo parecido aunque sin tanta fe. El desastre económico amplifica una demanda social que existe y es real. El independentismo venía como una ola que debían coger si querían navegarla después, cuando comenzase a apaciguarse la marejada y llegase la hora de elegir sitio en la playa para ponerse al sol. Si no lo hacía CiU, lo haría Esquerra. Aquí no se despacha solo un conflicto sobre Catalunya y el modelo de Estado. Se está dirimiendo quién va a liderar el espacio nacionalista catalán, quién administrará la mayoría en la próxima generación.
PP y CiU coincidían plenamente en una estrategia. Esto se arreglaba con unas elecciones donde la chusca españolisimidad de los populares vapulearía al tibio federalismo socialista y el espíritu comercial convergente domaría la insurgencia republicana. El irrefrenable espíritu emprendedor de la familia Pujol ha derrumbado parte del decorado. Aquí y allí, Catalunya no era exactamente como nos la habían contado.
El resultado de unas elecciones anticipadas parece hoy incierto, un riesgo que pocos quieren asumir. Seguramente Mariano Rajoy y Artur Mas saben cuánto necesitan un acuerdo y hasta lo habrán hablado. Pero ambos han ido tan lejos en su discurso y su táctica que ahora el drama es cómo contárselo a los suyos sin resultar acusados de alta traición. Mientras, la gente sigue avisando en la calle de que esos no son sus problemas y el tiempo se acaba.