La batalla de Barcelona

Pertenezco a una generación que siempre vio el ejercicio de la política como una profesión de dudosa respetabilidad, propia de individuos con oscuros propósitos e inconfesables servidumbres. Una casta, como dicen algunos ahora, que además acabó apropiándose del término, limitando su práctica a las paredes de las sedes centrales: ni siquiera se llegaba a practicar la política real en los barrios o en las provincias, al final sólo quedaba obedecer consignas de territorios lejanos como Córcega o Nicaragua. Quizás lo heredamos de nuestros padres, a quienes se les veía el rictus de impotencia y conformismo, detrás del orgullo y la satisfacción de haber protagonizado la ejemplar Transición. El caso es que la ciudadanía llegó a pensar en algún momento de estos últimos 35 años que la política no iba con ella. '¿No os dedicaréis a hacer política?', me preguntó una vez un miembro de la comisión de medio ambiente del Colegio de Ingenieros de Catalunya en una de sus sesiones, mientras discutían sobre el último reglamento ambiental. En quince años en una ONG, lo que más veces he tenido que explicar es que hacemos política, pero no partidista, que la política va mucho más allá de las leyes y tienes más actores que los partidos.

Un concepto complicado para una sociedad alienada en este sentido, que se ha dejado llevar por los años de bonanza macroeconómica, de manera irresponsable e indolente. Pero ese tiempo ha terminado, como dijo Ada Colau ayer en la presentación de Guanyem Barcelona: 'estamos aquí por necesidad. Juntémonos o acabarán con nosotras, tenemos la responsabilidad de llevar adelante esta revolución democrática'. Empieza un tiempo nuevo, la ciudadanía se lo está pidiendo por las buenas a un 'sistema' que cada día da más síntomas de agotamiento y desorientación. En el fondo, el stablishment debería estar dando palmas con las orejas: todo el movimiento ciudadano, nacido incluso antes del 15-M, se organiza y opta por utilizar, al fin y al cabo, los cauces legalmente establecido para cambiar el régimen. De abajo a arriba, muchos evocaron ayer la proclamación de la II República desde los balcones de cientos de ayuntamientos de este país, en la última escuela que aquel régimen inauguró en Barcelona. Y se lo está pidiendo precisamente a aquellos partidos que no supieron abrir sus puertas de par en par a la ciudadanía, y que ahora tienen una gran oportunidad. El mapa político barcelonés y catalán no aguantaría una sola sigla más, y quizás tampoco haga falta. Quizás todo sea tan sencillo como establecer un puñado de objetivos alcanzables en 4 años, y pedir a todo el mundo un ejercicio de generosidad para que todos recuperemos la ilusión por la política, también la partidista.

O tan difícil como eso. La prensa de los titulares fáciles pregunto hasta tres veces en la rueda de prensa previa sobre la posición ante el proceso soberanista. Y tres veces se argumentó que nada hay contra él, al contrario, que el objetivo es alcanzar todas las posibilidades del derecho a decidir. El concepto de hacer confluir fuerzas sigue siendo extraño en esta tierra, que prefiere las adhesiones monolíticas, aunque sea para algo tan urgente y evidente como dejar de perder Barcelona y evitar que se convierta en un parque temático para turistas, como dijo Joan Subirats.

Quizás las hordas de visitantes en chancleta no les hayan dejado ver unas gigantescas viñetas instaladas en las calles de la ciudad, que estas semanas nos cuentan de una manera muy didáctica aquella batalla de hace 300 años. Ayer, con todo el simbolismo y toda la estrategia de los viejos manuales revolucionarios, empezó seguramente otra batalla, la de ganar Barcelona y demostrar que se puede construir otra ciudad y otra sociedad, desde otra manera de hacer política.