La primera persona del plural

Tal vez los soberanistas estén olvidando que en realidad somos muchos más que «nosotros»

De todos los tiempos verbales, de todos los pronombres personales, probablemente no hay ninguno más engañoso y confuso que el de la primera persona del plural. Se trata de una manera de expresarse en la que un único hablante mete en el mismo saco a todos los demás. Sin duda en política es el tiempo verbal o el pronombre más usado. El «nosotros» no define, sino que más bien integra. Cuando alguien hace referencia al «nosotros» equivale al pescador que lanza la red al mar y que recoge indistintamente todas las especies que, por azar o por gusto, han ido a formar parte de las ganancias del pescador.

ESA FORMA DE expresión política es uno de los signos de una sutil debilidad democrática. Con la apelación del dirigente de turno al «nosotros» se  fomenta el espíritu de grupo o de patria y se ignoran voluntariamente el resto de los matices que caben en la comunidad. Todo ello se hace de forma inconsciente. Sería injusto afirmar que el uso abusivo del «nosotros» sea el fermento de un totalitarismo blando. Pero es evidente que la democracia no consiste solo en el derecho al voto y a la representatividad de los gobernantes, sino que comporta también un conjunto de valores de diálogo, de empatía y de integración entre las diferentes opiniones. Eso también debería ser una característica del «nosotros». La grandeza democrática no se mide por el triunfo de las mayorías sino también por dar voz a las minorías. En ese sentido la sistemática apelación al «nosotros» suele ser más excluyente que tentadora, más irreflexiva que esponjosa. El «nosotros» no admite dudas.

Podríamos inferir que cuanto más débil es ese Estado, mayor será la apelación a la primera persona del plural. Lo estamos viendo en Kiev, donde su débil presidente se aparece ante los suyos como una encarnación de Ucrania. Lo vemos cada día en el sonsonete que ministros y opinadores lanzan sobre la indisolubilidad de España ante las pretensiones secesionistas del 47% de los catalanes. Y también lo experimentamos en Catalunya, ese lugar que aspira a crecer en el soberanismo pero que por lo visto prefiere la cohesión de los suyos antes que la seducción del resto. Lo dijo hace muchos años Marta Ferrusola cuando comentaba una de las muchas victorias electorales de su esposo: «Hemos ganado en la Catalunya catalana», dando por perdida la Catalunya apátrida que había desembarcado en este paraíso terrenal montada en el caballo de Troya de la inmigración.

Poco a poco esas veleidades de los señores que veían su casa invadida por los conserjes se han ido disolviendo y hoy, lo contaba la encuesta del CEO, puede intuirse que hay un importante sector de la población embarcado en una Esquerra Republicana que ya no exige los ocho apellidos catalanes sino que está formada por los hijos de aquellos a los que la burguesía miraba en su día por encima del hombro. La encuesta del CEO nos viene a decir que hay mucha gente a favor de la independencia pero que no se acaban de fiar de aquellos que deberán gestionarla.

Pero también hay otra lectura. De tanto insistir en la primera persona del plural, tal vez los soberanistas estén olvidando que en realidad somos muchos más que «nosotros». Tal vez no habrá consulta, pero el sentimiento de pertenencia persistirá. Llegado el caso, no se va a conseguir la independencia con un resultado de la mitad más uno, tal como dijo en su día ese fino estratega predemocrático llamado Xabier Arzalluz. Hacen falta más apoyos. Los tenemos aquí. Y para conseguirlos no basta con persuadir a la prensa internacional de que Catalunya lleva razón, sino que esa razón debe ser interiorizada incluso por aquellos que jamás formaron parte del club. Convencer a los convencidos es fácil. Lo difícil es que los escépticos se convenzan de que ellos también diseñarán el futuro catalán. Y eso no se consigue únicamente a base de estar día sí, día también recordándonos lo mal que lo pasaron nuestros antecesores de 1714. No se avanza cuando las mejores mentes radicadas en Catalunya, como mi amigo Manuel Cruz, son ridiculizadas por el simple hecho de pensar distinto y de acogerse al pluralismo de los medios.

TAL VEZ deberíamos alternar el griterío con las ganas de escuchar. Es en el debate donde nos fortalecemos. Si nuestra voluntad emancipadora se basa en la exaltación de la democracia de la gente, no caigamos en el error de considerar que hay gente que no forma parte de la primera persona del plural, y a la que se puede ignorar en sus derechos y en sus opiniones. Al independentismo le sobra sentimiento y le falta pensamiento. Invitemos a pensar en el futuro incluso a aquellos que, de antemano, nos parecen adversarios cuando en realidad solo esperan que alguien les ofrezca un sitio en la mesa. Periodista.