Salvador Espriu, en su espléndido poemario Setmana Santa, recoge un verso de la antigua tradición medieval inglesa que pasó a ocupar un lugar en el oficio de difuntos del catolicismo. «Timor mortis conturbat me». El temor de la muerte me conturba, es decir, me altera el ánimo. Es la conclusión final, la coda, de una estrofa delicada donde el poeta se plantea cómo se puede evitar este destino, perfumado por el «temblor de cirios». ¿Dónde podemos buscar cobijo? «¿Cómo huir ahora,/ adónde iría,/ qué llave me abriría/ refugio alguno?». Es el deseo de un espacio acotado, amable, donde abandonar el desfallecimiento y el miedo. Y entonces aparece, en latín, solemne, como una oración, y pétrea, como una columna, la presencia desolada de la desazón. Pienso a menudo, en Semana Santa, en este poema inquietante de Espriu. Se parece -y él también lo tenía presente- a un fragmento del Libro de Job: «¿Quieres hacer creer que la luz se acerca,/ cuando de hecho llega la tiniebla?». El lamento del profeta, que cuestiona la presencia del mal, de la muerte, de la oscuridad, en un mundo creado por Dios, es paralelo a la pregunta sin respuesta de Espriu. ¿Cuál es el lugar al que debería ir para que disminuyera la angustia del final? Tanto en la reflexión sangrienta de Job como en el retórico intento de fuga de Espriu hay una constatación que en el Evangelio según san Juan se hace explícita: «Todo se ha cumplido», dice Jesús en la cruz. Después vendrá la resurrección, pero este es otro capítulo.
Dos miradas
Sin refugio
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