Editoriales

El legado del pionero Paco de Lucía

El jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Artes definió a Paco de Lucía, cuando le otorgó el galardón en el 2004, como «un músico de dimensión internacional». Esta es ahora, tras su muerte, una de las mejores maneras de recordar y rendir tributo a un artista que, más allá de sus éxitos -como la rumba Entre dos aguas, que le encaramó a la fama en 1973-, representa, para la música en general y para el flamenco en particular, un puente entre los clásicos del género como Montoya, Ricardo o Sabicas y los que llegaron después, como Tomatito. Un puente histórico y decisivo junto a otros guitarristas o cantaores como el mítico Camarón, su amigo de la infancia, con quien compartió escenarios en los años 60 y 70.

Paco de Lucía, en solitario o con su sexteto, en las grabaciones que le encumbraron o en los históricos conciertos con Al di Meola y John McLaughlin, consiguió algo asombroso: fue de los primeros en fusionar el flamenco con el jazz, el blues, la música cubana o la bossanova sin abandonar las fuentes, ese sentimiento, ese «aire» que para él era fundamental. Se alejó del purismo anquilosado y respetó al mismo tiempo «la esencia, lo antiguo, lo válido: la memoria». El legado de Paco de Lucía, un grande entre los grandes, quizá se resuma en la identificación que él mismo estableció entre el flamenco y el cante: «Es la raíz, y yo siempre he intentado cantar con la guitarra». Un perfeccionista que llegaba al alma y tocaba con las piernas cruzadas. Deja profunda huella.