Se arrastra desde la cama hasta la silla de la cocina. Si te descuidas, ni se lava la cara. Espera unos minutos para ver si el bol de cereales con leche se materializa frente a sus narices. Nada. El control mental no ha funcionado. El maternal, tampoco. Arrastra los pies. Abre la nevera. ¿Cómo se puede tardar tanto en encontrar unbrick de leche? Para llegar a los cereales se ha desgastado como si hubiera ascendido al Everest. Solo parece tener prisa para abandonar la cocina sin ser visto. Mierda. Su regate ha sido detectado. Recoge la mesa como si llevara un puñal clavado en la espalda. El sofá le llama a gritos. Se tumba agotado, no en vano lleva 20 minutos despierto. Le echan del sofá. Se dirige al ordenador. Pareces atontado, le suelta su padre, de los nervios, harto de tropezarse con un zombi. El choque ha sido contundente, pero él no parece haberlo notado. Se sienta frente a la pantalla. Facebook. Los colegas ya han colgado las fotos de la fiesta. Sonríe (por dentro). Lee los comentarios. Se ríe (por dentro). «Abre el chat... ¡Locoooo! Maxim desfase!!!! Lo mejooooor…» Y entre admiraciones, palabras que nunca quieren acabar, fotos de tacones mayúsculos con faldas minúsculas, camisas desabrochadas, besos de aprendiz de artista y risas efervescentes, se despereza el ser que habita ese cuerpo tan extraño. El loco de la fiesta para sus amigos, el ficus con patas para sus padres.
Dos miradas de verano
El ficus adolescente
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